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Manual del Vuelo a Vela
Wolf Hirth
1942

Enseñanza del vuelo a vela
por FRITZ STAMER

En este capítulo no se tratará de cómo se enseña a ser piloto de velero; es decir, no se darán instrucciones prác­ticas para la enseñanza propiamente dicha, sino que se acla­rarán algunas circunstancias que aparentemente no parecen esenciales, pero que, sin embargo, son de la mayor impor­tancia para el éxito de una escuela.
La enseñanza del vuelo sin motor se diferencia de la en­señanza ordinaria de aviación en una circunstancia que está a la vista: que no se enseña a volar con doble mando. Mien­tras que en la enseñanza del vuelo con motor el profesor y el discípulo se sientan uno al lado de otro y cuando el profesor manda, el discípulo siente en sí la reacción de los mandos, y después, cuando es el discípulo el que manda, el profesor lleva en su mano la verificación de lo mandado, aquí, en el vuelo sin motor, el principiante es, desde luego, lanzado al aire él solo.

El método de enseñanza con el discípulo solo en el aire nació en un tiempo en el que no se estaba en condiciones de construir veleros biplazas apropiados, y así se desarrolló y perfeccionó sobre esa base, que por otra parte ofrecía tales ventajas que hoy se sigue enseñando así, a pesar de que desde hace mucho tiempo se construyen aparatos para dos tripulantes.
Es pues evidente que este modo especial de enseñar, además de las diferencias externas, tiene también diferencias esenciales respecto al aprendizaje de aviación de motor.
Lo mismo que se exige a cualquier maestro, hay que exigir también al maestro de vuelo: que sea pedagogo.
Como ya se ha dicho, el profesor de vuelo sin motor deja al discípulo salir solo al aire desde el primer vuelo y no puede comprobar directamente lo que va haciendo durante el vuelo. Sin embargo, es necesario que después del vuelo haga correc­ciones, que censure y evite los defectos, y ¿ cómo puede hacer eso el profesor ?
Examinemos el asunto más de cerca, considerando por partes los trámites que sigue la enseñanza.
Un grupo de quince jóvenes hace su incorporación a la escuela de vuelo sin motor. Se hacen anunciar al profesor y se van presentando uno a uno. El profesor oye quince nom­bres, los cuales, en su mayor parte, los ha olvidado al mo­mento, salvo alguno que otro que le llama la atención. En el lenguaje familiar de los pilotos del vuelo a vela ha cuajado la palabra «figura». Para el profesor estos quince jóvenes son, por lo pronto, quince figuras (En nuestro país no hay términos semejantes, por no haberse consagrado costumbre alguna; podría traducirse por « tipos »; pero eso sería inventar la palabra, no expresar una costumbre. Por eso se hace simplemente la traducción del vocablo alemán. - N. del T.). El profesor espera ahora, con sostenida atención, el momento en que sus quince discípulos, que desde luego se han manifestado con él si­guiendo una conducta más o menos igual, empiecen a entrar en funciones y se deshielen.
En este momento el profesor empieza a conocer a sus discípulos. Ve entonces al hombre esclavo de su traje de deporte; ve al piloto de salón; ve al puro « Hiasl » (Hiasl es una palabra en dialecto bávaro con la que se designa al campesino de Baviera, amable, trabajador, alegre y dotado de las demás excelentes cualidades que distinguen al montañés bávaro. - N. del T.) de la alta Baviera y al que no es de allí; ve también al hombre que se preocupa sólo de volar y no de las cosas exteriores. Entonces clasifica a sus discípulos como tipos humanos, de los cuales tiene ya abundantes experiencias.
Mientras tanto va contando a sus hombres algo de avia­ción, les hace descripciones, les dice lo que deben hacer como principiantes y, al mismo tiempo, va haciendo que se les suelte la lengua. Les hace preguntas y les da ocasión para que ellos las hagan. Con esto renueva sus observaciones: así perfecciona su conocimiento viendo quién es el que todo lo sabe y el que está por encima de las cosas menudas; sabe quién tiene deseos de aprender, cuál es el encogido y cuál el fresco: la imagen de cada discípulo va así redondeándose.
Es necesario indispensablemente que el profesor aprenda a conocer de este modo a sus discípulos, pues, antes de que empiece la verdadera enseñanza, sabe ya, con bastante exactitud, el trato que debe dar a cada uno. Ahí está el fresco, que toma las cosas a la ligera, al que siempre hay que atarle corto para que no se vaya del seguro. Ahí está el encogido cuya confianza en sí mismo hay que robustecer a cada paso; ahí está el pedante, que tanto ha leído y tanto ha preguntado y que en cualquier cosa tropieza; de modo que todo este complejo es el que tiene que ir deshaciendo el profesor.
Por estas razones es necesario que entre profesor y dis­cípulo se establezca pronto una relación de franca y libre camaradería. Nada hace más difícil la tarea de un profesor que el hecho de que la relación entre profesor y discípulo sea tal que éstos terminen el curso sin haber dejado de ser para aquél «figuras».
La verdadera enseñanza del principiante hay que hacerla partiendo de la base de que un hombre sano puede siempre volar y de que el alumno no debe creerse incapaz de ello por suponer que es cosa extraordinariamente difícil.
Los movimientos que deben ejecutarse con cada uno de los mandos son de tal índole que la reacción natural, el mo­vimiento reflejo de la mano que manda al variar la posición del aparato es siempre para producir en los timones el mo­vimiento adecuado a la situación.
Como el discípulo tiene falsa idea de lo que es volar, puesto que lo considera como una especie de equilibrio en la cuerda floja y siempre está al acecho de alguna dificultad que pueda presentarse, se sienta desde luego en el aparato completamente contraído y con todos los músculos en ten­sión. Se sabe ya, por otras actividades, que siempre se quiere hacer todo con la cabeza, es decir, sacar siempre el con­sejo del entendimiento. Nunca más a propósito que en el vuelo del principiante la frase: « Detenerse a pensar es correr un albur ». Cuanto más procure apartar su entendimiento de lo que haga, tanto más instintivamente reaccionará y con más naturalidad se encontrará sentado en el aparato y antes lle­gará a tener la sensación de que la cosa es muy sencilla.
Los muchos saltos pequeños que debe hacer el alumno al empezar su aprendizaje tienen únicamente el objeto de ir tomando cierta costumbre de verse en el aire. Cuanto más intenso sea el hábito de envolar, elevarse y planear, con tanto mayor soltura se irá encontrando el alumno en el aparato: empieza a observar los alrededores y hasta ve el punto de referencia que, en el momento de envolar, le va indicando el profesor; va dándose cuenta de los movimientos de su aparato sin que, a cada uno, se sobrecoja y le dé un susto y, cuando menos lo espera, se apercibe claramente de lo que hace el aparato al mandar un timón: siente cómo obedece el aparato. En este momento ha ganado la partida el profesor, porque ya está vencida la principal dificultad: el alumno cree en sí mismo y en su avión. Está convencido de que puede volar!
Después de cada vuelo viene la crítica. Para hacer una crítica perfecta se debe proponer al discípulo un tema com­pletamente determinado y preciso  desde el principio hasta el fin de la enseñanza, cada vuelo que se haga debe tener su objeto determinado. En primer lugar, el alumno se acostum­bra ya, desde el principio, a la disciplina de vuelo, y en se­gundo lugar, el profesor ve claramente cómo el alumno va cumpliendo las tareas que le va fijando. Si no se hace así, ocurre siempre que cuando el profesor reprende a un alumno por haber hecho una virada, contesta el alumno diciendo que la ha hecho a propósito. La crítica es difícil para el pro­fesor, porque es preciso decirle al alumno no sólo lo mal hecho, sino por qué está mal hecho: los defectos del alumno se corrigen con éxito cuando se sabe en qué consisten. Para proceder así es necesario que el profesor tenga agudeza de observación; no debe perder de vista el vuelo ni dejar de fijarse en todos los movimientos de los timones, y como también, por sus continuas observaciones sobre los alumnos, conoce perfectamente a cada uno, sabe que tal falta se debe a la poca seguridad que el alumno tiene en lo que hace; tal otra, a que está contraído ; aquélla a que ha pensado, etc.
La misma falta, en quince discípulos diferentes, puede deberse a quince causas distintas ; el profesor debe decir a cada uno lo que corresponda. Innecesario es decir que para que esto ocurra se requiere que entre profesor y discípulos haya verdadera camaradería y gran confianza. Por otra parte, este modo de enseñar excluye totalmente las grandes masas: si un profesor tiene más del máximo de veinte discípulos por grupo, no está en condiciones de aplicar esos métodos; la consecuencia es que se enseñaría muy mal. Esto está pro­bado y hasta pueden ocurrir accidentes y, desde luego, las criticas que se hicieran no serían acertadas.
Sin pérdida de tiempo, el profesor debe dedicarse a que sus alumnos tengan completa honorabilidad.
El alumno que no es honorable a los ojos del profesor se perjudica a si mismo grandemente.
Hay alumnos que sienten miedo en el aire, pero se lo callan al profesor porque les da vergüenza decirlo. Si el pro­fesor ignora esta circunstancia trata quizá temas que au­mentan el miedo. El aprendizaje resulta entonces un verda­dero tormento para el alumno y acaba, la mayor parte de las veces, sin fruto alguno, si no es con algún accidente. Es im­putable al profesor el que sus alumnos sean honorables o no: no deberá olvidar los apuros y necesidades de sus tiempos de principiante y debe proceder con mucho tacto y dar faci­lidades a los alumnos para que, en sus observaciones, traten de las debilidades humanas.
El profesor debe comprenderlo y enseñar a sus alumnos que cada hombre lleva dentro de sí, con la moral consiguien­te, «un perro cochino» como dice el aviador, sin que, por eso, tenga que avergonzarse de ello. La diferencia está solamente en que uno puede domarle mejor que otro, y esa doma tam­bién es una ciencia que se aprende, a lo cual debe ayudar el profesor. Que esto es así es evidente y en ello está la causa decisiva de muchas proezas. El heroísmo, si es que esta gran palabra debe emplearse, consiste en « poder vencer » las de­bilidades humanas que cada uno lleva consigo.
Y con esto llegamos a la tarea principal del profesor de vuelo que, en lo que concierne al piloto de velero, es ser el guardabarrera de la navegación aérea: tiene en su mano llevar a un joven a ser aviador o separarle de esta profesión definitivamente. En interés de toda la aviación, es necesario que tenga conciencia plena de este deber, que sólo a él incumbe.
La misión del profesor de vuelo jamás debe ser hacer de cada alumno que llegue hasta él un aviador.  No! Hemos visto que llegar a hacer una proeza consiste en vencer las propias debilidades humanas, v el instrumento que a cada hombre se le ha dado para vencer sus debilidades es el ca­rácter. Al profesor de vuelo le incumbe la tarea de, además de la enseñanza puramente aviatoria, hacer la selección de caracteres.
Múltiples son los motivos por los que los jóvenes se deciden por la aviación. Muchas veces son motivos insigni­ficantes, ridículos y egoístas. El profesor de vuelo debe cono­cerlos, debe tamizarlos y que solamente entren en aviación los elementos valiosos, capaces de hacer un trabajo desinte­resado.
Pero también debe el profesor de vuelo alejar de la avia­ción activa a los que teniendo gran voluntad y gran entu­siasmo no deben pertenecer a ella, sencillamente porque no pueden. No es tan raro que haya tales hombres que, por alguna razón, nunca podrán aprender a volar correctamente y que, sin embargo, se empeñan en ello con tesón. Si no se consigue apartarlos a tiempo, vuelven obstinadamente al peligro del avión y de sus tripulantes.
Nunca se repetirá bastante que el profesor de vuelo tiene el deber principal de contribuir al progreso y a la seguridad de la aviación, haciendo perfecta selección entre los alumnos.
Los aviadores forman una gran familia. Dondequiera que vaya un piloto de velero tiene conocidos y amigos o quien recuerda haberlo visto en algún curso, concurso o cosa análoga. Esta gran familia, esta gran comunidad tiene espí­ritu propio : el espíritu de los pilotos de velero, el espíritu del Rhön o como quiera llamársele.
Los jóvenes que llevan el distintivo azul con las blancas gaviotas, estén donde quieran, están siempre juntos, tienen entre sí mucho de común. Se encuentran dos pilotos de velero que acaso antes nunca se vieron y en seguida su conversación versa sobre aquellos famosos tiempos de esta o la otra es­cuela, sobre el profesor X o el profesor Y. Entonces se ve bien claro lo que el profesor y la escuela de vuelo han hecho con aquellos jóvenes. Al profesor de vuelo le corresponde la tarea de ganar, para la gran familia de pilotos, los jóvenes valiosos e inculcar en ellos el espíritu que la anima. Y tam­bién es su deber hacer que el tiempo de aprendizaje sea para el alumno un episodio de su vida que, a lo largo de ella, cons­tituya el recuerdo más bello de su juventud. El joven debe ser cultivado y animado durante el tiempo de su aprendizaje, quitándole toda la costra y barniz exterior que lleve, para convertirle en elemento plástico y de fácil conformación.
Procediendo así, el profesor de vuelo extiende su acción mucho más allá de los límites puramente aviatorios: se muestra entonces digno de ser pedagogo y conductor de jóvenes. Si un alumno siente necesidades que no entran en el ámbito de volar, entonces debe preguntarse si se las con­fiará a su padre, a su madre o al profesor de vuelo, y resolverá ir al profesor para que le aconseje lo que debe hacer.
Si al profesor se acerca alguno de estos que pertenecieron al grupo de principiantes, sea éste o aquél, siempre debe ser para él el alumno; algunos tendrán ya el distintivo de vuelo de marca e irán a la cabeza de los pilotos distinguidos; el profesor tiene el deber de poner siempre los méritos de sus discípulos por encima de los suyos propios; su orgullo de piloto debe callar; el progreso está fundado precisamente en esto; en que el discípulo haga cosas que el maestro no puede hacer. Pero siempre los jóvenes son discípulos y esto nunca debe perderlo de vista el profesor, pues se presenta un peligro que va unido a la proeza. La Prensa ilustrada trae fotografías del « héroe de la proeza » en todas las situa­ciones de su vida. Los periodistas caen sobre él y cuentan sus hechos, su vida, lo que hace durante cada día, y todo lo que se les ocurre. El piloto primeramente se ríe; todo esto le es penoso, hasta le da vergüenza. Pero luego vienen los tropiezos, o cuando se encuentra con sus compañeros, sus ayudantes, sus profesores o bien, cuando empieza a creer toda esa maravilla, y al creerla, se desliga de la familia de los pilotos, que son los que le han encumbrado. Ahora él es Estrella o Primadonna; otras veces se ha hecho hombre de negocios y entonces es cuando la cosa, la comunidad, empieza a molestarle. También en este caso el profesor de vuelo debe cuidar de que su discípulo siga firme sobre sus piernas y no sucumba a la celebridad de oropel.
Poco ha sido lo que del amplio campo de trabajo que ofrece la enseñanza del vuelo sin motor se ha expuesto aquí. Cosas que nada tienen que ver directamente con la formación de un piloto de velero, es cierto; pero que están unidas inse­parablemente a ellas.
El hombre que enseña a sus discípulos, estando en la colina día tras día, sufriendo a pie firme el viento y todo lo que el tiempo quiera hacer, es verdaderamente algo más que un simple intermediario que transmite a otro una habi­lidad manual. Es, si toma su oficio en serio, un pedagogo, en el más amplio sentido de la palabra. Es el guardabarrera de la aviación, es nada menos el que va transmitiendo a los nuevos retoños el espíritu de aviador.
En esto está lo especial que tiene la enseñanza del vuelo a vela. Ojalá haya siempre profesores que se consagren, de todo corazón, al vuelo a vela y que lo conserven siempre como fue, como movimiento que, saliendo de él, se extienda por el mundo entero.
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Última modificación: 26 de Febrero de 2006